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miércoles, septiembre 08, 2004

Hermanas

El espejo. Yo dibujada en él, desnuda totalmente pero en el reflejo sólo de la cintura para arriba. Mi ombligo, ese punto donde la lengua de Vicente se había escondido entre risas y jadeos, mis caderas aun con sus manos dibujadas, mis pechos y sus pezones perfectos como él dice

Me miro en el espejo y me pregunto si aún soy la misma. Sé que esta mañana lo era. A estas horas de la noche lo ignoro. Y si digo esto es más que nada al recordar lo que Vicente me leyó esta mañana en el desayuno. Según estudios científicos era probable que los seres humanos se desenvolvieran en ocasiones como personas totalmente diferentes a las que los demás conocían. No había manera de saber con precisión a que se debía esto, por lo tanto no era posible prevenirlo y mucho menos evitarlo. Sin embargo, no tenía que ser del todo malo. En ocasiones los cambios eran para bien del sujeto aunque no pasaran de una noche o incluso de apenas unas horas.
     Me miro en el espejo y me pregunto que diablos hago aquí, en este baño de no se recuerdo que bar. Tras la puerta que ha silenciado la música espera una fila de mujeres desesperadas que aprietan sus piernas con impaciencia esperando mi salida. Yo no quiero salir. No puedo despegar los ojos de mi imagen reflejada en el espejo. Llevó ya varios minutos tratando de descubrir como en el juego de encontrar las diferencias entre dos imágenes aparentemente iguales, una diferencia, un detalle único, apenas perceptible para mí que día tras día he lidiado conmigo misma.
     Me miro en el espejo mientras alguien aporrea la puerta con fuerza y grita para que me apure. Creo escuchar un jaloneo en la puerta y la música que sigue enmudecida dentro del pequeño espacio destinado al sanitario. Recuerdo que la primera noche que pasé con Vicente a él no lo hicieron gracia las carcajadas que solté tras escuchar sus comentarios sobre el amor y los encuentros del destino. Había aceptado salir con él y terminar en un motel porque de todos los hombres con los que entonces salía era el único que se había preocupaba por hacerme sentir bien.
     Me miro en el espejo y no sé cuánto más podré permanecer mirándome sin comenzar a sentir este mareo etílico que inunda todo y me hace trastabillar. Recuerdo entonces un amanecer. El cuerpo tibio de Vicente a mi lado. Mis pasos anulados por la alfombra y el amplio baño del lugar. El espejo. Yo dibujada en él, desnuda totalmente pero en el reflejo sólo de la cintura para arriba. Mi ombligo, ese punto donde la lengua de Vicente se había escondido entre risas y jadeos, mis caderas aun con sus manos dibujadas, mis pechos y sus pezones perfectos como él dice. A mí lo que más me gusta es mi cabello. Mis ojos. Y me miro. Hasta que Vicente entra desnudo, sin avisar y orina.
     Me miro en el espejo, los gritos y golpes tras la puerta han ido en aumento. No puedo despegar mis manos del lavabo, mis ojos de mis propios ojos. Y comienzo a llorar invadida por una gran tristeza cuyo origen no estoy del todo segura de comprender. El llanto se escurre por mi rostro y va haciendo lodo con el maquillaje. Lloro. Como no lo hacía desde niña. Desde la muerte de mi hermana. Alguien murmura mi nombre. De seguro es Vicente, me vio venir al baño y ha de estar inquieto. No debería inquietarse, es nada más que los tragos se me han subido antes de lo previsto. Grita mi nombre. Ahora estoy segura que si se trata de él. Vicente de cuya mirada lasciva no pude escapar esa mañana en el baño. Y terminamos hechos uno entre la espuma del shampoo y el agua a presión de la regadera.
     Me miro en el espejo y el llanto no deja de fluir. Y me veo caminando triste y solitaria sobre el pasto verde y recién cortado del parque funeral. Era verano. Había llovido parte de la noche y un fresco olor a tierra húmeda emanaba desde el suelo a pesar de que el sol a esa hora estaba pleno sobre nuestras cabezas. Hacía calor pero a pesar de eso mucha gente vestía de negro. Y comencé a llorar. Sola, porque mi madre estaba en brazos de mi padre, ambos también inconsolables. Me pregunto donde andaría Vicente que me dejó sola con toda esa tristeza ahogándome. Me río. En ese entonces yo no sabía que habría de conocerlo.
     Me miro en el espejo y sé que estoy cambiando. Que seguramente él habrá ido a buscar al gerente para que abra la puerta, tan propio él. Ya nadie intenta abrir la puerta ni se escuchan gritos. La música se ha silenciado totalmente. Dos días antes de morir habíamos prometido una a la otra que nada nos separaría, sí, las mejores hermanas del mundo. Pero esa mañana tu cuerpo escondido en una caja de brillante madera habría de comenzar a abonar la tierra. En medio de mi llanto te odié: habías roto tu promesa, mis lágrimas eran también de coraje. Al final alguien me abrazó, pero no deje de llorar sino hasta muchas horas después. Nada podía detener mi llanto. Vino entonces la lenta pero constante desaparición de tus pertenencias. La habitación para mi sola demasiado grande por tu ausencia. El silencio de mi madre. La ausencia de ánimo en papá.
     Me miro en el espejo y parece que dejo de llorar. Que el llanto se ha vuelto gemido. Que en esos ojos ha habido un ligero pero trascendental cambio. Escalofrío. Me desentiendo de los ojos y veo que estoy desnuda. Que es de nuevo el ombligo que tanto gusta a Vicente, y mis caderas, y mis pechos y mis pezones. Y me gusta verme así. Pero entonces se abre la puerta y entra un hombre para mi desconocido. No es Vicente. Y pronuncia un nombre que no es el mío, insistentemente, y me abraza, y suavemente me conduce, y yo me dejo hacer, porque en esa confusión entiendo a quien busca, aunque ya no sepa quien soy yo, porque el nombre que él repite es el tuyo.

Antonio Marts


Me desentiendo de los ojos y veo que estoy desnuda. Que es de nuevo el ombligo que tanto gusta a Vicente, y mis caderas, y mis pechos y mis pezones.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Soy escritora y al leer "hermanas" me emocioné. ¡Muy bueno!

6 de mayo de 2007, 7:47:00 p.m. GMT-5  

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