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viernes, junio 17, 2005

El reflejo de sus pies en el espejo


Mira el reflejo de sus pies en el espejo. Sonríe porque sabe que a él le encantan. Escucha caer el agua de la regadera y la voz de Vicente, que escapa por la puerta del baño entreabierta, intentando cantar. Recuerda el encuentro. Apenas bajar del camión y el abrazo. Mira el reflejo de sus pies y sonríe. Porque Vicente no sabe. Porque justo así como ahora está acostada en esta cama de hotel, desnuda, había estado con el otro, en otra cama, en otra habitación, y él la fue fotografiando lentamente, toma tras toma, cada toma un beso. Pero ahora es la voz de Vicente —el otro no canta—, ajena a su sonrisa, a su confusión, al dolor de cabeza, al tener que decidir. Fue antes de abordar el camión, despedirse y dejar escurrir las lágrimas en la ciudad que nuevamente dejaba. Fueron las promesas hechas no cumplidas. Las promesas se hacen para romperse. La desesperación en las palabras de él, odio llevarte para que te vayas, lo odio, te odio. Escucha a Vicente y piensa en el otro. Quiere tomar el celular y marcarle como lo ha hecho anoche antes de que llegara la visita, pero se detiene y ya no es el reflejo de los pies en el espejo, es la sangre que inyecta sus ojos en una dolorosa jaqueca. Abrir y cerrar los ojos, cambiar de escenario, el otro que desnuda su piel y escribe en ella poemas, intensos poemas que se hacen agua, aquel al que extraña a su lado, por el que se sentía manchada y culpable. El agua aún cae de la regadera y vuelve al reflejo de sus pies, de sus piernas, del comienzo de sus muslos, en el espejo de la habitación. Tus pies están hechos para el tango, le dijo la última noche que habían pasado juntos mientras “Perfume” sonaba en el estéreo y ustedes intentaban bailar en la oscuridad esquivando muebles y ropas regadas por el piso. Habitación oscura. Los cuerpos dibujaban en líneas fosforescentes y eléctricas lo que no alcanza a decirse con palabras. Le gustan los ojos del otro. La manera de mirarla. La forma de atraparla y desear amarrarla para no verla partir nunca más. ¿Por qué se iba? ¿Por qué esa necesidad del viaje? De escapar de una ciudad y llegar a otra aun más fantasmal. Vicente. Y el otro en cada reflejo. La sonrisa del otro en la de Vicente. En su boca. Incluso en algunas palabras. Pero no la misma forma de acercarse —sin miedo—, no el gesto, no la seguridad, no los dedos, no la manera de besar sus pies e ir subiendo poco a poco por la pantorrilla, por los muslos hasta la entrepierna. El agua deja de caer. Escucha los pasos de Vicente ajeno a sus pensamientos. Vicente que se siente un Dios después del baño matutino. Y el reflejo de sus pies en el espejo. Y el otro diciéndole al oído que Vicente es un usurpador. La anécdota del cuento donde una princesa llora en soledad porque el palacio donde vive es enorme y se pierde siempre al recorrerlo. Él diciendo fuego y tu llama, él sexo, tú agua, él viaje tú partida, y así encadenando palabras, encadenando los cuerpos, yesca, las palabras se vuelven jadeos, ritmo original, emulsiones guturales, y tú quisieras mantener los ojos cerrados largo tiempo. Te resistes a abrirlos. Vicente sale del baño envuelto en una toalla. Piensas en el otro. En que Vicente en lugar de salir del baño y buscarte entre las sábanas mientras finges dormir debería meterse al closet y quedarse ahí para siempre, mientras tu escapas del hotel en busca de huir de la ciudad fantasmal y no necesitas abordar el autobús de regreso porque él te esta esperando justo a la puerta con su automóvil. Y todo es una sonrisa, y un abrazo largo, apretado y un beso y saber que la ciudad a su lado puede ser cualquier ciudad, que te quedarás con él para siempre, hasta la muerte, porque los dos son uno y no pueden estar separados… Pero son de nuevo tus pies que ves reflejados en el espejo a pesar de tus ojos cerrados, y es la angustia, y el miedo a quedarte con Vicente. Aunque el otro, el otro, lo sabes, muere en tu ausencia. Aunque en el fondo, y es lo que más te duele, Vicente no es sino tu hermano.

jueves, marzo 31, 2005

El espejo



Siempre me han gustado los espejos. Imagino que en realidad sirven para más que verte y acomodar un poco el cabello, o si la ropa te sienta bien o no. Que son ventanas, puertas para asomarte a otra realidad. Y mientras cae el agua de la regadera me gusta verme desnuda e imaginar una vida del otro lado. Dirán que estoy demente, o que tanto libro leído me ha afectado el cerebro irreversiblemente, pero a veces, entre el vapor que satura el baño consigo ver algo, no mi reflejo, alguien tras el espejo atravesar la puerta. Es apenas un instante, lo que tardo en darme cuenta que se ha hecho tarde, o que el agua que cae de la regadera ya esta caliente. Aunque sean apenas unos instante, para mi han pasado minutos, y sé que cada vez veo un poco más de lo que hay del otro lado. Ahora, por ejemplo estoy segura que hay un hombre, que me espera, ignoro su nombre, le llamaré Vicente, porque me agrada, porque es el que me viene primero a la cabeza y así se tienen que bautizar lo que aún no conocemos.
      Todo el tiempo supe que yo no estaba del otro lado, que no se trata como en el cuento clásico de sencillamente cruzar: es imposible y por eso el espejo deja de ser puerta. Es ventana en todo caso. Y en su papel de ventana es como mejor observo lo que sucede tras él, a Vicente, que hace su vida sin saberse observado. Hay veces me detengo a pensar si a él le sucede lo mismo. Y me ruborizo. Y es inevitable en algunas ocasiones entrar al baño y mirar hacia el espejo con temor a que él este observándome del otro lado. No, no me estoy volviendo loca.
     Cada día que vas conociendo un poco más a la gente que te rodea. Así me fui familiarizando con las actividades de él. Se que trabaja toda la mañana y parte de la tarde aunque no puedo precisar en donde ni en qué. Que no le gusta despertar temprano y que casi siempre se le hace tarde. No tiene hijos, ni es casado. Vive sólo. Y sin embargo, ha cambiado mi rutina más de lo que podría haber imaginado. Me he vuelto precavida a la hora de bañarme o tan sólo meterme al baño. Procuro que no sepa que estoy del otro lado, y las pocas ocasiones en que han venido hombres conmigo he buscado que no sea en los horarios en que sé que el esta en su casa. Amigas tampoco invito ya a casa, mejor quedamos en un café o un bar. Con mi suerte, que tal que Vicente me confunde con una de ellas y pierdo cualquier posibilidad de que se enamore de mí.
      Pasa el tiempo. Me gusta detenerme enfrente del espejo. Quitarme la ropa despacio y sonriendo. Seductora la sonrisa. Incluso a veces bailo. Es extraño. Creo que me observa, intuyo que lo hace, percibo una mirada cálida, pero creo que nunca ha intentado establecer algún tipo de contacto. Me preocupa y me entristece. Yo me esfuerzo y no consigo nada. Y si antes los días me parecían llenos de actividad y energía, ahora son nublados y fríos a pesar de la llegada de la primavera. Por las noches, ahora solitarias, apago la luz y toco el espejo, tímidamente al principio, después fuerte y claro con los nudillos. No hay respuesta. Sólo el silencio de la espera. He perdido el sueño, me quedo esperando un golpe, una señal proveniente del baño que no quiero perder por estar dormida. Incluso he meditado en la posibilidad de dormir, dormitar mejor dicho en el baño. Me detengo, serían extremos a los que nunca he llegado y ni siquiera por Vicente lo haré. Mejor dormir desnuda bajo las sábanas y sentir la tela, sentir… Ah Vicente…
Hasta que sucedió lo inevitable: descubrir que Vicente no me amaba. Por más intentos de seducción, por más golpes en el espejo. Me fui convenciendo que no me había elegido para ser su compañera. Comencé a ir lo menos posible al baño. Procuraba el baño de la oficina, o el del café de turno. Recordaba las horas en que era posible verlo
      Y cambie mis rutinas evitando el encuentro. Le lloré. El antiguo llanto que se le dedica al que parte, al que se ama a la distancia y en secreto. Fueron noches de insomnio sin la ilusión de la espera. De ojeras marcadas y vidriosa mirada. De alguna manera siempre intuimos el desenlace de nuestras historias desde el nacimiento de éstas. Un día amanecí después de un corto y mal sueño con ansiedad de meterme al baño. No encendí la luz, deje apenas abierta la puerta, lo mínimo indispensable para que la luz de mi habitación me dejara ver en el espejo. Esperé sentada, inmóvil, escuchando mi respiración lenta subir y bajar en el pecho por no sé cuánto tiempo. En algún momento del otro lado también había luz, muy tenue, una puerta cerrada salvo por un delgado hilo de luz, y a través de él fantasmas, sombras que van y vienen, que se detienen: Vicente y alguien más. Una mujer. Tensión en los músculos del vientre. Calor en las mejillas. Fatiga. Una mujer, ¡una mujer del otro lado! Flagrante engaño. Y las risas. Las risas de los dos. ¡Las risas!
      Fue instintivo. Tomar el vaso de vidrio que usaba para enjuagarme los dientes y arrojarlo al espejo. Verlo esparcirse en cientos de aristas. El sonido goteante de los pedazos del espejo al caer al piso. La respiración agitada. Los puños apretados. Luego nada. Había terminado.


Antonio Marts

miércoles, septiembre 08, 2004

Alguien toca la puerta

Se miro las piernas. Le gustaban sus piernas. Las levanto jugueteando y las vio reflejadas en el espejo. Realmente eran bonitas. Las dejo caer abruptamente sobre el colchón y buscó a tientas el control remoto de la televisión

Vicente había partido esa mañana. Se había despedido con un beso en la frente mientras ella fingía dormir. Odiaba las despedidas especialmente cuando no se sabía con exactitud la fecha de retorno. Iré a París, la embajada me ha pedido que vaya dentro de la comitiva del país que estará en la feria del libro de esa ciudad. Todo ha sido de última hora. Sabes que no puedo decir que no. Es una buena oportunidad para hacer contactos, con suerte y hasta consiga que mi obra se publique en francés. Ella nada más asentía, trataba de sonreír pero le era imposible, al menos, se dijo después, logro ahogar la mueca de fastidio que estuvo a punto de aparecer en su cara. Para esas horas de la mañana Vicente debería estar cruzando el Atlántico. ¿Por qué no le había pedido que lo acompañara? En París sólo había estado una vez, y de eso hacia ya casi una década, mucho antes de conocer a Vicente y a todo ese grupo de amigos escritores tan llenos de ideas y palabras, palabras, palabras.
     La noche anterior había estado leyendo uno de los tantos libros que el le había recomendando. Era un libro de cuentos en el que el personaje principal de cada uno de ellos era siempre una mujer, diferente en todos los cuentos pero a la vez la misma, que de alguna u otra manera siempre terminaba en un baño mirándose al espejo. Seguramente se había quedado dormida leyendo y ahora que deseaba no pensar en Vicente no lo podía encontrar.
     Un beso en la frente. ¿Qué clase de despedida era esa? Y en su mente desfiló todo la filmografía de despedidas y besos que recordaba, el cliché del andén y el tren comenzando a caminar mientras el amado asoma la mano por la ventanilla y la chica enamorada que lo espera lo despide agitando un pañuelo en su mano con el que en breves momentos se limpiara las lágrimas que recorrerán su cara. Un relámpago del pasado le recordó que habían sido los besos de Vicente los que la habían enamorado y como de buenas a primeras había dejado la casa de paterna para instalarse en aquel departamento y descubrir los hilos secretos que movían la vida del escritor del que había sabido a través del periódico y mucho después, incluso ya viviendo juntos, a través de sus libros.
     Agradecía que nunca la hubiera obligado a leer sus textos, ni siquiera los nuevos. Tremendo lío en el que la habría metido en caso de haberle preguntado. A ella que prefería la televisión y el cine a tomar un libro. Que confundía el nombre de los escritores favoritos de Vicente con el de sus amigos. ¿Que hoy no viene a cenar Bolaño? ¿O Acaso era Bioy? ¿O Borges? La risa sarcástica de él. Bueno tu amigo de apellido raro que empieza con B. Y después no saber donde esconderse al enterarse que todos esos escritores ya estaban muertos. Que con Bolaño se había carteado alguna vez sin que eso se convirtiera en un gran amistad, pero ni soñarlo con Bioy o con Borges… Y entonces él comenzó a prestarle libros…
     Su obsesión eran las habitaciones con ventanas por las que entrará la luz del sol por la mañana. Y eso le había encantado del apartamento de Vicente la primera vez que amaneció ahí. Abrió los ojos y se descubrió bañada por la luz cegadora del sol. Por largo rato permaneció desnuda en la cama mirando el avance del sol sobre su cuerpo hasta que sintió las manos de Vicente recorrer sus nalgas y la boca ávida buscando su entrepierna. Me gusta tu ventana, le dijo acariciándole el rostro, jugueteando con su cabello. Sólo por eso tal vez me quede junto a ti. El sonrió y la siguió besando.
     ¿Por qué entonces se había ido solo? Con esa naturalidad de quien va a la esquina por el periódico. Ni siquiera saber cuando volvería. El sufrimiento de aguardar el repiqueteo del teléfono. Esperar, ¿cuántas horas de diferencia? Encontró el libro sobre el buró y también se topó con la fotografía que alguno de los amigos fotógrafo de Vicente les había tomado. En la impresión a blanco y negro se veían sus rostros radiantes y felices. ¿Dónde había sido? ¿En qué viaje? ¿En aquella ciudad pequeña perdida en la sierra o sería la vez que lo habían invitado a leer a aquella playa del sureste de aguas transparentes y blanca arena? Lo había olvidado. Tenía la certeza de que las cosas relevantes se le esfumaban de la mente.
     Apartó las sábanas con un movimiento que denotaba aburrimiento y flojera. Se miro las piernas. Le gustaban sus piernas. Las levanto jugueteando y las vio reflejadas en el espejo. Realmente eran bonitas. Las dejo caer abruptamente sobre el colchón y buscó a tientas el control remoto de la televisión. Recorrió los canales. Un video musical pareció captar su atención pero entonces recordó que ya lo había visto. 70 canales y nada. Lo dejo en cualquiera solo para tener un sonido de fondo. Finalmente se levantó y se paro frente al mismo espejo donde había visto sus piernas. Hizo caras y tomó diferentes posturas tratando de divertirse. Aún soy bonita. ¿No es así Vicente?
     El viaje duraría nueve horas, eso sin contar las escalas. Y el se había despedido con un beso en la frente cuando ella esperaba uno, aunque fuera apenas perceptible en los labios. Recordó entonces que el espejo donde ahora contemplaba su reflejo había estado en el baño anteriormente. Y al pensar en el baño sintió un cosquilleo en su vejiga. Aprovechando que estaba sola se quito las bragas ahí mismo para nada más llegar a la taza, acomodarse y soltar la orina.
     Que delicia…
     Entonces escuchó que tocaban la puerta.

Antonio Marts

Liga

Las imágenes las he encargado a un hombre que no le tiene miedo a las niñas dentro de roperos

Creía en los milagros. Siempre me decía que un milagro era lo que la mantenía en píe. Ahora no cree ni en ella misma. Por las mañanas al despertar lo primero es mirarse en el espejo, aún a media noche despierta solo para estar segura que sigue siendo ella. Que sigo siendo yo. Con fantasmas nuevos, con monstruos debajo de la cama velando su insomnio.
     Lo que quiero es permanecer, dejar rastro de mi presencia en este mundo, en mi mundo, en el mundo del hombre que sea capaz de enamorarse de mí, de amar a ella.
     Se atrevió y tomo prestadas las palabras. Las imágenes las he encargado a un hombre que no le tiene miedo a las niñas dentro de roperos, a ese que me hace sonreír, a ese que le ayuda a traer de regreso la imaginación.
Esta vez no estiraré la liga, se puede romper.

Jules Magenta

Casino Veracruz

quedarse por tiempo indefinido mirando como los dedos de los pies jugueteaban con la espuma del jabón

Desde que recordaba había querido aprender a bailar. Y ese «desde que recordaba» la remontaba a alguna película que había visto en sus años de infancia. Deseó que sus caderas fueran tan cadenciosas como las de esa mujer que miró danzar en medio de un gran salón a través del cinescopio. A base de un insistir sistemático logró que su madre la inscribiera en cuanta academia de baile fue posible hasta completar sus estudios de danza. Era un prodigio, decían los diferentes instructores que tuvo. Le auguraban gran éxito, y sin embargo nunca concreto ningún proyecto para convertirse en una estrella del baile. En realidad era feliz bailando por bailar. «El amor es bailar» había escuchado en una canción. Y ella amaba. Ahora su vida se ha vuelto una rutina salvable por las dos horas que cada tarde, sin falta, dedica al baile en su academia. Tropical, danzón, cumbia, tango y cualquier ritmo y estilo existentes podían ser aprendidos en el local de piso de mosaicos limpios y brillantes ubicado a dos cuadras de su casa. Le había batallado pero ahora contaba con una amplia clientela. Desde emperifolladas señoras en busca de lucirse en alguna fiesta de alta alcurnia con algunos pasos de tango hasta chiquillas prontas a cumplir y festejar sus quince años. No había sido fácil. En un principio Vicente, su marido, se había negado a que ella trabajara, para eso estaba él le había dicho. Pero a base de repetirlo cada noche antes de dormir y de convencerlo que no era por trabajo sino por una necesidad vital para ella consiguió que su marido aceptara. Ahora la Academia era la principal fuente de ingresos de ambos, pero eso se lo guardaba muy bien de decirle. Sin embargo a últimas fechas despertaba con un peso extraño en su ánimo: quería un hijo. Tras casi diez años de matrimonio aún nada. Lo habían intentado, incluso recurrieron a médicos especialistas y más desesperados aún al no ver resultados tampoco con las recetas que la «sabiduría popular» puso a su alcance. Cuando alguno de aquellos médicos sugirió que tal vez el problema era de su marido, este no quiso saber nada del asunto y se desentendió completamente del problema. Desde entonces la vida no era la misma. Algo se había quebrado entre los dos, un hilo que parecía imposible volver a unir a pesar de transitar sus días uno al lado del otro. En tal estado de de cosas su vida se convirtió en una mecánica rutina, despertar y ducharse, quedarse por tiempo indefinido mirando como los dedos de los pies jugueteaban con la espuma del jabón. Envolverse en la toalla, contemplar los mismos dedos ahora arrugados. Detenerse frente al espejo que reposaba en la pared con la promesa de colgarlo como se debe algún día. Mirar sus piernas todavía torneadas. Dar algunos pasos, bailar. Sentir que el reflejo del espejo era la imagen de sus pies recogida por alguna vieja fotografía en la que no aparecían desnudos sino con altos tacones. Volver a sus noches de gloria, lo más cercano que tuvo a la fama y el estrellato, en el Casino Veracruz. Retornar a los conjuntos tocando sin parar en noches impregnadas de humo y sudor. Pensar en su garbo, en los tacones que hacían juego con su vestido rojo, deslumbrante. En la fila hombres que esperaban su turno para bailar con ella. Fue por un tiempo el candil del Veracruz. Pronto su leyenda se extendió. La buscaban desde señores de avanzada edad pero de agilidad y prestancia asombrosas para la cadencia y ritmo, hasta jovencitos apenas saliendo de la adolescencia pero que con asombrosa seguridad se decían artistas. Gracias a los periodistas que comenzaron a mencionar su nombre en las columnas de espectáculos el rumor de que una diosa de baile habitaba cada noche en el casino se extendió y pronto las noches se vieron invadidas por rostros muy diferentes a los de los antiguos parroquianos. Cada noche sus visitantes crecían ante la envidia y los celos de las demás mujeres, la sorpresa de los dueños y el placer de los adictos. Llegaban políticos, deportistas, actores de prestigio y uno que otro director de cine preguntando por ella, pidiendo unos momentos para estar a su lado. Nunca se negaba, pero comenzaba a cansarse de toda esa farándula que la iba rodeando. Sus noches de desvelo cada vez se alejaban de lo que un principio deseaba: bailar por el placer de bailar. Hacía tanto de eso. Se miraba las pantorrillas por largo rato hasta que recordaba que si no salía del baño Vicente comenzaría a tocar la puerta con sus nudillos y a pedirle que abriera. A él le molestaba que se encerrara en el baño, a ella que la espantara con sus fuertes golpes como si se tratara de derribar la puerta de una ciudad amurallada. Además tenía que preparar el desayuno. El café hirviente que cada mañana su esposo bebía y no le perdonaba. Arrojo la toalla y comenzó a vestirse mientras los recueros seguían tejiendo una historia no por lejana menos vívida. Uno de aquellos jóvenes artistas comenzó a buscarla cada noche sin falta. Era un joven de cabello largo y castaño, de piel apiñonada y ojos claros. No sabía bailar. Pero de alguna manera ella lo conducía y pasaba por alto sus errores, por lo menos no la pisaba, lo cual era ganancia. Por más intentos que hacia no recordaba su voz y lo lamentaba. Lo había descubierto un día que quiso recordar alguna frase de las tantas que le dijo. Noche a noche a través de sus frases ingeniosas y su sonrisa se fue ganando el amor de ella. Dejo de bailar con muchos otros. Los rumores de un posible amante no tardaron en comenzar, eso si todo con suma discreción. Pero a ella no le importó. Cada noche lo esperaba y pronto fue el único que recibía sus brazos. Era pintor le confeso. Y si aceptaba posar para él la inmortalizaría en un cuadro. Sólo reía, no se imaginaba de ninguna manera enmarcada en alguna pared desconocida. Sus encuentros siempre fueron en el casino, nunca salieron a un café, al cine, a una plaza. Tampoco llegaron a los besos, mucho menos a la entrega total que ella con gusto hubiera aceptado. Todo sucedió como si la magia existiera nada más en aquella pista de baile. Pero toda historia de amor necesita de abandono. Un día dejo de ir aquel muchacho. Desesperación total. Estar ahí sentada viendo como en las otras mesas era ella el motivo de las muy diversas pláticas, negándose a bailar con aquellos que la buscaban con ese fin. Negándose a vivir. Que escapo con otra artista. Que embarazo a la novia y prefirió huir antes que lo casaran. Por varias semanas llegó al Veracruz tan sólo a ocupar su mesa con la esperanza de su retorno. Nadie supo darle referencia. Ni los supuestos amigos. Negaban conocerlo o recordarlo. Era cuestión de paciencia. De esperar un poco más. Pero en la juventud paciencia es lo que menos se tiene. Se desesperó al no saber nada de él. Se enfureció. Lo odio y volvió a amarlo. Y en esas circunstancias fue justamente cuando conoció a Vicente. Llegó un día acompañando a algunos amigos, más a fuerza que por gusto. Su fortuna fue no saber bailar y desconocer por completo la historia de ella. Comenzaron a platicar. Al final la convenció de que sería bueno volver a verse en algún otro sitio. Intercambiaron teléfonos y direcciones. Aquella madrugada lo decidió. No volvería al Casino Veracruz nunca más en su vida. No tardo Vicente en declararle sus intenciones. El asunto adquirió un toque más formal y por supuesto había cumplido su promesa: nunca más volvió a poner pie en el Veracruz. El joven pintor retorno la noche siguiente a la que ella había decidido no volver al casino. Ella no lo supo como tampoco que había que tenido que ausentarse para cuidar a su madre las últimas semanas de vida que le quedaban. A él tampoco nadie supo darle alguna referencia. Sí, todos la conocían, la mayoría incluso había bailado con ella, pero ninguno tenía información sobre cómo o dónde localizarla. Lo único que supo fue que la noche anterior había conocido a un tipo que nunca antes habían visto en el lugar, que no habían bailado ni una sola pieza y permanecieron juntos toda el tiempo platicando. Termina de vestirse y se dirige a la cocina. Vierte agua en la olla y prende el quemador. Escucha los pasos de Vicente y la puerta del baño al cerrarse. Suspira. Todavía faltan unas horas para volver a dar su clase y soñar que él la rodea con sus brazos y torpe, intenta conducirla. Ignora también que él cumplió su promesa y pinto un cuadro para ella. El último que habría de hacer antes de abandonar la pintura. El cuadro todavía puede verse hoy en día en las paredes del casino Veracruz. En él, una mujer (ella) disfrazada con un ajustado traje de diabla espera al centro de la pista en una postura que se antoja sensual y provocativa y que al mismo tiempo es un desafió para todos los hombres que borrosos se distinguen rodeando el área de baile. Nunca más sus vidas volvieron a cruzarse.

Hermanas

El espejo. Yo dibujada en él, desnuda totalmente pero en el reflejo sólo de la cintura para arriba. Mi ombligo, ese punto donde la lengua de Vicente se había escondido entre risas y jadeos, mis caderas aun con sus manos dibujadas, mis pechos y sus pezones perfectos como él dice

Me miro en el espejo y me pregunto si aún soy la misma. Sé que esta mañana lo era. A estas horas de la noche lo ignoro. Y si digo esto es más que nada al recordar lo que Vicente me leyó esta mañana en el desayuno. Según estudios científicos era probable que los seres humanos se desenvolvieran en ocasiones como personas totalmente diferentes a las que los demás conocían. No había manera de saber con precisión a que se debía esto, por lo tanto no era posible prevenirlo y mucho menos evitarlo. Sin embargo, no tenía que ser del todo malo. En ocasiones los cambios eran para bien del sujeto aunque no pasaran de una noche o incluso de apenas unas horas.
     Me miro en el espejo y me pregunto que diablos hago aquí, en este baño de no se recuerdo que bar. Tras la puerta que ha silenciado la música espera una fila de mujeres desesperadas que aprietan sus piernas con impaciencia esperando mi salida. Yo no quiero salir. No puedo despegar los ojos de mi imagen reflejada en el espejo. Llevó ya varios minutos tratando de descubrir como en el juego de encontrar las diferencias entre dos imágenes aparentemente iguales, una diferencia, un detalle único, apenas perceptible para mí que día tras día he lidiado conmigo misma.
     Me miro en el espejo mientras alguien aporrea la puerta con fuerza y grita para que me apure. Creo escuchar un jaloneo en la puerta y la música que sigue enmudecida dentro del pequeño espacio destinado al sanitario. Recuerdo que la primera noche que pasé con Vicente a él no lo hicieron gracia las carcajadas que solté tras escuchar sus comentarios sobre el amor y los encuentros del destino. Había aceptado salir con él y terminar en un motel porque de todos los hombres con los que entonces salía era el único que se había preocupaba por hacerme sentir bien.
     Me miro en el espejo y no sé cuánto más podré permanecer mirándome sin comenzar a sentir este mareo etílico que inunda todo y me hace trastabillar. Recuerdo entonces un amanecer. El cuerpo tibio de Vicente a mi lado. Mis pasos anulados por la alfombra y el amplio baño del lugar. El espejo. Yo dibujada en él, desnuda totalmente pero en el reflejo sólo de la cintura para arriba. Mi ombligo, ese punto donde la lengua de Vicente se había escondido entre risas y jadeos, mis caderas aun con sus manos dibujadas, mis pechos y sus pezones perfectos como él dice. A mí lo que más me gusta es mi cabello. Mis ojos. Y me miro. Hasta que Vicente entra desnudo, sin avisar y orina.
     Me miro en el espejo, los gritos y golpes tras la puerta han ido en aumento. No puedo despegar mis manos del lavabo, mis ojos de mis propios ojos. Y comienzo a llorar invadida por una gran tristeza cuyo origen no estoy del todo segura de comprender. El llanto se escurre por mi rostro y va haciendo lodo con el maquillaje. Lloro. Como no lo hacía desde niña. Desde la muerte de mi hermana. Alguien murmura mi nombre. De seguro es Vicente, me vio venir al baño y ha de estar inquieto. No debería inquietarse, es nada más que los tragos se me han subido antes de lo previsto. Grita mi nombre. Ahora estoy segura que si se trata de él. Vicente de cuya mirada lasciva no pude escapar esa mañana en el baño. Y terminamos hechos uno entre la espuma del shampoo y el agua a presión de la regadera.
     Me miro en el espejo y el llanto no deja de fluir. Y me veo caminando triste y solitaria sobre el pasto verde y recién cortado del parque funeral. Era verano. Había llovido parte de la noche y un fresco olor a tierra húmeda emanaba desde el suelo a pesar de que el sol a esa hora estaba pleno sobre nuestras cabezas. Hacía calor pero a pesar de eso mucha gente vestía de negro. Y comencé a llorar. Sola, porque mi madre estaba en brazos de mi padre, ambos también inconsolables. Me pregunto donde andaría Vicente que me dejó sola con toda esa tristeza ahogándome. Me río. En ese entonces yo no sabía que habría de conocerlo.
     Me miro en el espejo y sé que estoy cambiando. Que seguramente él habrá ido a buscar al gerente para que abra la puerta, tan propio él. Ya nadie intenta abrir la puerta ni se escuchan gritos. La música se ha silenciado totalmente. Dos días antes de morir habíamos prometido una a la otra que nada nos separaría, sí, las mejores hermanas del mundo. Pero esa mañana tu cuerpo escondido en una caja de brillante madera habría de comenzar a abonar la tierra. En medio de mi llanto te odié: habías roto tu promesa, mis lágrimas eran también de coraje. Al final alguien me abrazó, pero no deje de llorar sino hasta muchas horas después. Nada podía detener mi llanto. Vino entonces la lenta pero constante desaparición de tus pertenencias. La habitación para mi sola demasiado grande por tu ausencia. El silencio de mi madre. La ausencia de ánimo en papá.
     Me miro en el espejo y parece que dejo de llorar. Que el llanto se ha vuelto gemido. Que en esos ojos ha habido un ligero pero trascendental cambio. Escalofrío. Me desentiendo de los ojos y veo que estoy desnuda. Que es de nuevo el ombligo que tanto gusta a Vicente, y mis caderas, y mis pechos y mis pezones. Y me gusta verme así. Pero entonces se abre la puerta y entra un hombre para mi desconocido. No es Vicente. Y pronuncia un nombre que no es el mío, insistentemente, y me abraza, y suavemente me conduce, y yo me dejo hacer, porque en esa confusión entiendo a quien busca, aunque ya no sepa quien soy yo, porque el nombre que él repite es el tuyo.

Antonio Marts


Me desentiendo de los ojos y veo que estoy desnuda. Que es de nuevo el ombligo que tanto gusta a Vicente, y mis caderas, y mis pechos y mis pezones.

jueves, julio 01, 2004

De puentes y ríos

El sena a su paso junto a Notre Dame


Por azares del destino viví una corta temporada en París. Fueron pocos días y lo lamento. Cada metro recorrido, cada instantánea grabada en la memoria, son ahora imágenes dispersas en algunos textos, fotografías donde la plata y la gelatina recuperan fragmentos de un momento lejano que ahora parece irreal.
      Lo que me llevó a París fue un encuentro de editores mexicanos y franceses celebrado a la par de Le Salon du Livre. Como todo encuentro de este tipo no faltaron conferencias, lecturas, diálogos entre editores, comidas y cenas. En los tiempos libres, por demás abundantes, me dediqué a vagar sin rumbo, dejándome llevar por mera intuición hacia calles de pronto estrechas, luego amplias, que me condujeron a nombres y lugares significativos para mí, muy diferentes a los sitios que por regla general se tienen que visitar en París. Caminé la ciudad. Comí poco. Gaste mucho. Conocí el peso exacto de las huellas que uno deja tras de si. Hice pues de un viaje con un fin determinado uno en el cual me deje tomar por el azar, sin plan fijo.
      Una de aquellas tardes mis pasos me llevaron al Pont de l`archevêché. La idea era recorrer los muelles del Sena partiendo de la parte posterior de Notre-dame para terminar el recorrido al llegar al Pont des arts. Caminé tratando de guardar en la memoria esa sensación deliciosa de estar solo en un país lejano donde nadie lo conoce a uno. Recuerdo que a medio camino me detuve a escuchar a una improvisada banda de músicos checos que deleitaban a los transeúntes con piezas de su país. Me entretuve unos minutos escuchándolos y mirando correr el agua del río. El sol descendía y un viento tibio acariciaba el rostro. Una vez alcanzado el Quai de Conti subí al Pont des arts, y estuve a punto de cruzar el río hacia el Louvre, pero preferí recargarme en el barandal y mirar el paso de la gente. Cuando me pareció que pronto caería la noche dejé mi puesto de observación y retorné hacía la catedral, pero no lo hice por los muelles sino por la avenida que corre paralela al Sena con el fin de parar en los numerosos puestos de libros usados y viejos que se encuentran establecidos de este lado de la rivera.
Los días anteriores había cargado con la cámara invariablemente. Esa tarde la cámara se quedó en la casa de Stéphane. Decidí que un peso, aunque fueran unos pocos gramos, me facilitaría mis andanzas. A estás alturas del viaje los pies obedecían dificultosamente cansados del kilométrico trajinar de los días anteriores. Dentro de tres días estaría volando sobre el Atlántico de regreso a casa. No quería pensar en ello. Prefería concentrarme en la ciudad. En sus edificios. Gozar el peso de su historia, de su belleza. Y ese día que no había lente de por medio entre nosotros París me pareció diferente. Cargado de un aura escondida al ojo rutinario tras un velo de neblina.

Una vista del Pont Neuf

     Me detuve en cada uno de los puestos que encontré en mi camino. Al principio más que los libros me atraían los carteles antiguos y las fotografías que exhibían. Al acercarme me fijaba en los títulos, la mayoría de ellos en francés, salvo alguno que otro en inglés, quizá olvidados por turistas angloparlantes en los hoteles o pensiones donde se habían alojado. Mi hermana había visitado la ciudad el año anterior y conseguido un par de buenos libros que me regaló. En aquella ocasión imaginé los tesoros que encontraría en estas calles, sin embargo ahora que pasaba justo a su lado ninguno de ellos capturaba mi interés.
     La luz emanada de los faroles y focos comenzaba a reflejarse en las turbias aguas del Sena cuando llegué al último de los puestos. Sin mucha esperanza comencé a mirar los títulos. De inmediato me percaté que en este último contaban con ejemplares más antiguos y raros que en los puestos anteriores. El dueño era un señor de bastante edad, no muy alto, de poco pelo y totalmente encanecido, de rostro serio pero de ojos inteligentes. No tuve ánimos para intercambiar saludos, mi francés es pobre y la pronunciación aún peor. Sin embargo sus ojos no perdían de vista mis dedos que iban recorriendo los libros uno tras otro conforme leía el título impreso en el lomo.
     De improviso me detuve. Había topado con el poeta que había buscado con tanta energía pero sin ningún resultado hasta entonces. Era tan difícil saber de él que muchos creían lo había inventado. Traté de ocultar mi alegría con el fin de que ese gesto no encareciera el precio. No pagué más que por cualquier otro libro. Fácilmente hubiera dado algunos euros más por él. Antes de entregarlo el viejo balbuceo algunas palabras que no comprendí del todo. No le di importancia y con aquella joya dentro de mis posesiones me dirigí a la estación del metro para volver a casa.

El Pont Neuf

     Los vagones del subterráneo iban llenos de pasajeros. A pesar de las ganas de hojear el libro temí sacarlo y perderlo en aquella multitud. El viaje no duraría más de quince minutos. Podía esperar. Estación Abesses. Tomé el ascensor hasta a la superficie. Respirar el aire puro de un pequeño jardín. Cafés en ambos lados de la calle. Una pequeña iglesia. El departamento de Stéphane un par de cuadras adelante.
     Me tiré en la cama, arrojé la mochila a donde fuera y despojé del plástico protector al libro. Cuál no sería mi sorpresa al no encontrar las páginas de un libro de poesía, sino hojas sueltas con textos en prosa escritos a mano. A pesar de la decepción que sentí en un principio aquellas páginas me intrigaron. Medio leí lo que en ellas aparecía. Era una especie de diario de viaje pero sin fechas que permitieran establecer una cronología o alguna datación histórica. Varias de las hojas estaban incompletas, carcomidas por el tiempo, o bien con el texto ilegible. No sabía si maravillarme. Tal vez habíamos descubierto un texto inédito de alguno de tantos escritores que había radicado en París. Permanecí no se cuanto tiempo repasando y repasando aquellas páginas hasta que la llegada de Stéphane me sacó de mi lectura. Le mostré lo encontrado y mostró curiosidad por el texto. Le extendí los folios y comenzó a leerlos. Se trataba de una bitácora de viaje. Textos breves, apuntes tal vez, sobre países y territorios cuyo nombre no nos decía nada. No se trataba pues de un inédito de algún escritor famoso, tampoco de los apuntes robados a Hemingway en la Gare de Lyon.
     Esa misma noche Stéphane leyó todos los textos, lo primero que me dijo al día siguiente fue que a pesar de que varios de ellos no estaban completos era un buen descubrimiento. Le propuse que lo tradujera al español. Que yo le ayudaría. Regresé a México con ese nuevo proyecto al que le dedicamos varios meses y bastante tiempo. Finalmente conseguimos una traducción que nos satisfizo a los dos pero que nada más funcionó como cimiento de lo que seguiría. Como la mayoría de los textos estaban incompletos, en algunos casos sólo faltaban frases pero en otros incluso párrafos enteros, me tomé la libertad de completar y/o continuar la historia donde fuera necesario. Ya encarrerado, escribí algunos más tratando de emular el estilo de los originales y los mezclé entre los demás siempre procurando conservar la unidad.
Finalmente debo advertir que no se trata de una traducción fiel del original como se estarán dando cuenta, sino de la continuación de un texto comenzado por un autor desconocido, que permanecerá anónimo y del cual difícilmente lleguemos a saber datos precisos. El hecho de publicar estos textos no quiere decir que el libro haya alcanzado su punto final. Estás bitácoras on un punto intermedio del viaje. Finalmente hay libros que nunca terminan de escribirse.
     Lo que se publica a continuación es el trabajo de construcción y reconstrucción de estas letras. Espero se cumplan sus expectativas.

Antonio Marts