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miércoles, septiembre 08, 2004

Casino Veracruz

quedarse por tiempo indefinido mirando como los dedos de los pies jugueteaban con la espuma del jabón

Desde que recordaba había querido aprender a bailar. Y ese «desde que recordaba» la remontaba a alguna película que había visto en sus años de infancia. Deseó que sus caderas fueran tan cadenciosas como las de esa mujer que miró danzar en medio de un gran salón a través del cinescopio. A base de un insistir sistemático logró que su madre la inscribiera en cuanta academia de baile fue posible hasta completar sus estudios de danza. Era un prodigio, decían los diferentes instructores que tuvo. Le auguraban gran éxito, y sin embargo nunca concreto ningún proyecto para convertirse en una estrella del baile. En realidad era feliz bailando por bailar. «El amor es bailar» había escuchado en una canción. Y ella amaba. Ahora su vida se ha vuelto una rutina salvable por las dos horas que cada tarde, sin falta, dedica al baile en su academia. Tropical, danzón, cumbia, tango y cualquier ritmo y estilo existentes podían ser aprendidos en el local de piso de mosaicos limpios y brillantes ubicado a dos cuadras de su casa. Le había batallado pero ahora contaba con una amplia clientela. Desde emperifolladas señoras en busca de lucirse en alguna fiesta de alta alcurnia con algunos pasos de tango hasta chiquillas prontas a cumplir y festejar sus quince años. No había sido fácil. En un principio Vicente, su marido, se había negado a que ella trabajara, para eso estaba él le había dicho. Pero a base de repetirlo cada noche antes de dormir y de convencerlo que no era por trabajo sino por una necesidad vital para ella consiguió que su marido aceptara. Ahora la Academia era la principal fuente de ingresos de ambos, pero eso se lo guardaba muy bien de decirle. Sin embargo a últimas fechas despertaba con un peso extraño en su ánimo: quería un hijo. Tras casi diez años de matrimonio aún nada. Lo habían intentado, incluso recurrieron a médicos especialistas y más desesperados aún al no ver resultados tampoco con las recetas que la «sabiduría popular» puso a su alcance. Cuando alguno de aquellos médicos sugirió que tal vez el problema era de su marido, este no quiso saber nada del asunto y se desentendió completamente del problema. Desde entonces la vida no era la misma. Algo se había quebrado entre los dos, un hilo que parecía imposible volver a unir a pesar de transitar sus días uno al lado del otro. En tal estado de de cosas su vida se convirtió en una mecánica rutina, despertar y ducharse, quedarse por tiempo indefinido mirando como los dedos de los pies jugueteaban con la espuma del jabón. Envolverse en la toalla, contemplar los mismos dedos ahora arrugados. Detenerse frente al espejo que reposaba en la pared con la promesa de colgarlo como se debe algún día. Mirar sus piernas todavía torneadas. Dar algunos pasos, bailar. Sentir que el reflejo del espejo era la imagen de sus pies recogida por alguna vieja fotografía en la que no aparecían desnudos sino con altos tacones. Volver a sus noches de gloria, lo más cercano que tuvo a la fama y el estrellato, en el Casino Veracruz. Retornar a los conjuntos tocando sin parar en noches impregnadas de humo y sudor. Pensar en su garbo, en los tacones que hacían juego con su vestido rojo, deslumbrante. En la fila hombres que esperaban su turno para bailar con ella. Fue por un tiempo el candil del Veracruz. Pronto su leyenda se extendió. La buscaban desde señores de avanzada edad pero de agilidad y prestancia asombrosas para la cadencia y ritmo, hasta jovencitos apenas saliendo de la adolescencia pero que con asombrosa seguridad se decían artistas. Gracias a los periodistas que comenzaron a mencionar su nombre en las columnas de espectáculos el rumor de que una diosa de baile habitaba cada noche en el casino se extendió y pronto las noches se vieron invadidas por rostros muy diferentes a los de los antiguos parroquianos. Cada noche sus visitantes crecían ante la envidia y los celos de las demás mujeres, la sorpresa de los dueños y el placer de los adictos. Llegaban políticos, deportistas, actores de prestigio y uno que otro director de cine preguntando por ella, pidiendo unos momentos para estar a su lado. Nunca se negaba, pero comenzaba a cansarse de toda esa farándula que la iba rodeando. Sus noches de desvelo cada vez se alejaban de lo que un principio deseaba: bailar por el placer de bailar. Hacía tanto de eso. Se miraba las pantorrillas por largo rato hasta que recordaba que si no salía del baño Vicente comenzaría a tocar la puerta con sus nudillos y a pedirle que abriera. A él le molestaba que se encerrara en el baño, a ella que la espantara con sus fuertes golpes como si se tratara de derribar la puerta de una ciudad amurallada. Además tenía que preparar el desayuno. El café hirviente que cada mañana su esposo bebía y no le perdonaba. Arrojo la toalla y comenzó a vestirse mientras los recueros seguían tejiendo una historia no por lejana menos vívida. Uno de aquellos jóvenes artistas comenzó a buscarla cada noche sin falta. Era un joven de cabello largo y castaño, de piel apiñonada y ojos claros. No sabía bailar. Pero de alguna manera ella lo conducía y pasaba por alto sus errores, por lo menos no la pisaba, lo cual era ganancia. Por más intentos que hacia no recordaba su voz y lo lamentaba. Lo había descubierto un día que quiso recordar alguna frase de las tantas que le dijo. Noche a noche a través de sus frases ingeniosas y su sonrisa se fue ganando el amor de ella. Dejo de bailar con muchos otros. Los rumores de un posible amante no tardaron en comenzar, eso si todo con suma discreción. Pero a ella no le importó. Cada noche lo esperaba y pronto fue el único que recibía sus brazos. Era pintor le confeso. Y si aceptaba posar para él la inmortalizaría en un cuadro. Sólo reía, no se imaginaba de ninguna manera enmarcada en alguna pared desconocida. Sus encuentros siempre fueron en el casino, nunca salieron a un café, al cine, a una plaza. Tampoco llegaron a los besos, mucho menos a la entrega total que ella con gusto hubiera aceptado. Todo sucedió como si la magia existiera nada más en aquella pista de baile. Pero toda historia de amor necesita de abandono. Un día dejo de ir aquel muchacho. Desesperación total. Estar ahí sentada viendo como en las otras mesas era ella el motivo de las muy diversas pláticas, negándose a bailar con aquellos que la buscaban con ese fin. Negándose a vivir. Que escapo con otra artista. Que embarazo a la novia y prefirió huir antes que lo casaran. Por varias semanas llegó al Veracruz tan sólo a ocupar su mesa con la esperanza de su retorno. Nadie supo darle referencia. Ni los supuestos amigos. Negaban conocerlo o recordarlo. Era cuestión de paciencia. De esperar un poco más. Pero en la juventud paciencia es lo que menos se tiene. Se desesperó al no saber nada de él. Se enfureció. Lo odio y volvió a amarlo. Y en esas circunstancias fue justamente cuando conoció a Vicente. Llegó un día acompañando a algunos amigos, más a fuerza que por gusto. Su fortuna fue no saber bailar y desconocer por completo la historia de ella. Comenzaron a platicar. Al final la convenció de que sería bueno volver a verse en algún otro sitio. Intercambiaron teléfonos y direcciones. Aquella madrugada lo decidió. No volvería al Casino Veracruz nunca más en su vida. No tardo Vicente en declararle sus intenciones. El asunto adquirió un toque más formal y por supuesto había cumplido su promesa: nunca más volvió a poner pie en el Veracruz. El joven pintor retorno la noche siguiente a la que ella había decidido no volver al casino. Ella no lo supo como tampoco que había que tenido que ausentarse para cuidar a su madre las últimas semanas de vida que le quedaban. A él tampoco nadie supo darle alguna referencia. Sí, todos la conocían, la mayoría incluso había bailado con ella, pero ninguno tenía información sobre cómo o dónde localizarla. Lo único que supo fue que la noche anterior había conocido a un tipo que nunca antes habían visto en el lugar, que no habían bailado ni una sola pieza y permanecieron juntos toda el tiempo platicando. Termina de vestirse y se dirige a la cocina. Vierte agua en la olla y prende el quemador. Escucha los pasos de Vicente y la puerta del baño al cerrarse. Suspira. Todavía faltan unas horas para volver a dar su clase y soñar que él la rodea con sus brazos y torpe, intenta conducirla. Ignora también que él cumplió su promesa y pinto un cuadro para ella. El último que habría de hacer antes de abandonar la pintura. El cuadro todavía puede verse hoy en día en las paredes del casino Veracruz. En él, una mujer (ella) disfrazada con un ajustado traje de diabla espera al centro de la pista en una postura que se antoja sensual y provocativa y que al mismo tiempo es un desafió para todos los hombres que borrosos se distinguen rodeando el área de baile. Nunca más sus vidas volvieron a cruzarse.