Image Hosted by ImageShack.us

jueves, marzo 31, 2005

El espejo



Siempre me han gustado los espejos. Imagino que en realidad sirven para más que verte y acomodar un poco el cabello, o si la ropa te sienta bien o no. Que son ventanas, puertas para asomarte a otra realidad. Y mientras cae el agua de la regadera me gusta verme desnuda e imaginar una vida del otro lado. Dirán que estoy demente, o que tanto libro leído me ha afectado el cerebro irreversiblemente, pero a veces, entre el vapor que satura el baño consigo ver algo, no mi reflejo, alguien tras el espejo atravesar la puerta. Es apenas un instante, lo que tardo en darme cuenta que se ha hecho tarde, o que el agua que cae de la regadera ya esta caliente. Aunque sean apenas unos instante, para mi han pasado minutos, y sé que cada vez veo un poco más de lo que hay del otro lado. Ahora, por ejemplo estoy segura que hay un hombre, que me espera, ignoro su nombre, le llamaré Vicente, porque me agrada, porque es el que me viene primero a la cabeza y así se tienen que bautizar lo que aún no conocemos.
      Todo el tiempo supe que yo no estaba del otro lado, que no se trata como en el cuento clásico de sencillamente cruzar: es imposible y por eso el espejo deja de ser puerta. Es ventana en todo caso. Y en su papel de ventana es como mejor observo lo que sucede tras él, a Vicente, que hace su vida sin saberse observado. Hay veces me detengo a pensar si a él le sucede lo mismo. Y me ruborizo. Y es inevitable en algunas ocasiones entrar al baño y mirar hacia el espejo con temor a que él este observándome del otro lado. No, no me estoy volviendo loca.
     Cada día que vas conociendo un poco más a la gente que te rodea. Así me fui familiarizando con las actividades de él. Se que trabaja toda la mañana y parte de la tarde aunque no puedo precisar en donde ni en qué. Que no le gusta despertar temprano y que casi siempre se le hace tarde. No tiene hijos, ni es casado. Vive sólo. Y sin embargo, ha cambiado mi rutina más de lo que podría haber imaginado. Me he vuelto precavida a la hora de bañarme o tan sólo meterme al baño. Procuro que no sepa que estoy del otro lado, y las pocas ocasiones en que han venido hombres conmigo he buscado que no sea en los horarios en que sé que el esta en su casa. Amigas tampoco invito ya a casa, mejor quedamos en un café o un bar. Con mi suerte, que tal que Vicente me confunde con una de ellas y pierdo cualquier posibilidad de que se enamore de mí.
      Pasa el tiempo. Me gusta detenerme enfrente del espejo. Quitarme la ropa despacio y sonriendo. Seductora la sonrisa. Incluso a veces bailo. Es extraño. Creo que me observa, intuyo que lo hace, percibo una mirada cálida, pero creo que nunca ha intentado establecer algún tipo de contacto. Me preocupa y me entristece. Yo me esfuerzo y no consigo nada. Y si antes los días me parecían llenos de actividad y energía, ahora son nublados y fríos a pesar de la llegada de la primavera. Por las noches, ahora solitarias, apago la luz y toco el espejo, tímidamente al principio, después fuerte y claro con los nudillos. No hay respuesta. Sólo el silencio de la espera. He perdido el sueño, me quedo esperando un golpe, una señal proveniente del baño que no quiero perder por estar dormida. Incluso he meditado en la posibilidad de dormir, dormitar mejor dicho en el baño. Me detengo, serían extremos a los que nunca he llegado y ni siquiera por Vicente lo haré. Mejor dormir desnuda bajo las sábanas y sentir la tela, sentir… Ah Vicente…
Hasta que sucedió lo inevitable: descubrir que Vicente no me amaba. Por más intentos de seducción, por más golpes en el espejo. Me fui convenciendo que no me había elegido para ser su compañera. Comencé a ir lo menos posible al baño. Procuraba el baño de la oficina, o el del café de turno. Recordaba las horas en que era posible verlo
      Y cambie mis rutinas evitando el encuentro. Le lloré. El antiguo llanto que se le dedica al que parte, al que se ama a la distancia y en secreto. Fueron noches de insomnio sin la ilusión de la espera. De ojeras marcadas y vidriosa mirada. De alguna manera siempre intuimos el desenlace de nuestras historias desde el nacimiento de éstas. Un día amanecí después de un corto y mal sueño con ansiedad de meterme al baño. No encendí la luz, deje apenas abierta la puerta, lo mínimo indispensable para que la luz de mi habitación me dejara ver en el espejo. Esperé sentada, inmóvil, escuchando mi respiración lenta subir y bajar en el pecho por no sé cuánto tiempo. En algún momento del otro lado también había luz, muy tenue, una puerta cerrada salvo por un delgado hilo de luz, y a través de él fantasmas, sombras que van y vienen, que se detienen: Vicente y alguien más. Una mujer. Tensión en los músculos del vientre. Calor en las mejillas. Fatiga. Una mujer, ¡una mujer del otro lado! Flagrante engaño. Y las risas. Las risas de los dos. ¡Las risas!
      Fue instintivo. Tomar el vaso de vidrio que usaba para enjuagarme los dientes y arrojarlo al espejo. Verlo esparcirse en cientos de aristas. El sonido goteante de los pedazos del espejo al caer al piso. La respiración agitada. Los puños apretados. Luego nada. Había terminado.


Antonio Marts