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viernes, junio 17, 2005

El reflejo de sus pies en el espejo


Mira el reflejo de sus pies en el espejo. Sonríe porque sabe que a él le encantan. Escucha caer el agua de la regadera y la voz de Vicente, que escapa por la puerta del baño entreabierta, intentando cantar. Recuerda el encuentro. Apenas bajar del camión y el abrazo. Mira el reflejo de sus pies y sonríe. Porque Vicente no sabe. Porque justo así como ahora está acostada en esta cama de hotel, desnuda, había estado con el otro, en otra cama, en otra habitación, y él la fue fotografiando lentamente, toma tras toma, cada toma un beso. Pero ahora es la voz de Vicente —el otro no canta—, ajena a su sonrisa, a su confusión, al dolor de cabeza, al tener que decidir. Fue antes de abordar el camión, despedirse y dejar escurrir las lágrimas en la ciudad que nuevamente dejaba. Fueron las promesas hechas no cumplidas. Las promesas se hacen para romperse. La desesperación en las palabras de él, odio llevarte para que te vayas, lo odio, te odio. Escucha a Vicente y piensa en el otro. Quiere tomar el celular y marcarle como lo ha hecho anoche antes de que llegara la visita, pero se detiene y ya no es el reflejo de los pies en el espejo, es la sangre que inyecta sus ojos en una dolorosa jaqueca. Abrir y cerrar los ojos, cambiar de escenario, el otro que desnuda su piel y escribe en ella poemas, intensos poemas que se hacen agua, aquel al que extraña a su lado, por el que se sentía manchada y culpable. El agua aún cae de la regadera y vuelve al reflejo de sus pies, de sus piernas, del comienzo de sus muslos, en el espejo de la habitación. Tus pies están hechos para el tango, le dijo la última noche que habían pasado juntos mientras “Perfume” sonaba en el estéreo y ustedes intentaban bailar en la oscuridad esquivando muebles y ropas regadas por el piso. Habitación oscura. Los cuerpos dibujaban en líneas fosforescentes y eléctricas lo que no alcanza a decirse con palabras. Le gustan los ojos del otro. La manera de mirarla. La forma de atraparla y desear amarrarla para no verla partir nunca más. ¿Por qué se iba? ¿Por qué esa necesidad del viaje? De escapar de una ciudad y llegar a otra aun más fantasmal. Vicente. Y el otro en cada reflejo. La sonrisa del otro en la de Vicente. En su boca. Incluso en algunas palabras. Pero no la misma forma de acercarse —sin miedo—, no el gesto, no la seguridad, no los dedos, no la manera de besar sus pies e ir subiendo poco a poco por la pantorrilla, por los muslos hasta la entrepierna. El agua deja de caer. Escucha los pasos de Vicente ajeno a sus pensamientos. Vicente que se siente un Dios después del baño matutino. Y el reflejo de sus pies en el espejo. Y el otro diciéndole al oído que Vicente es un usurpador. La anécdota del cuento donde una princesa llora en soledad porque el palacio donde vive es enorme y se pierde siempre al recorrerlo. Él diciendo fuego y tu llama, él sexo, tú agua, él viaje tú partida, y así encadenando palabras, encadenando los cuerpos, yesca, las palabras se vuelven jadeos, ritmo original, emulsiones guturales, y tú quisieras mantener los ojos cerrados largo tiempo. Te resistes a abrirlos. Vicente sale del baño envuelto en una toalla. Piensas en el otro. En que Vicente en lugar de salir del baño y buscarte entre las sábanas mientras finges dormir debería meterse al closet y quedarse ahí para siempre, mientras tu escapas del hotel en busca de huir de la ciudad fantasmal y no necesitas abordar el autobús de regreso porque él te esta esperando justo a la puerta con su automóvil. Y todo es una sonrisa, y un abrazo largo, apretado y un beso y saber que la ciudad a su lado puede ser cualquier ciudad, que te quedarás con él para siempre, hasta la muerte, porque los dos son uno y no pueden estar separados… Pero son de nuevo tus pies que ves reflejados en el espejo a pesar de tus ojos cerrados, y es la angustia, y el miedo a quedarte con Vicente. Aunque el otro, el otro, lo sabes, muere en tu ausencia. Aunque en el fondo, y es lo que más te duele, Vicente no es sino tu hermano.